Caitro yo recuerdo…
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“Caitro” Soto de la Colina, es un notable cultor de la música negra que ha paseado el ritmo de su cajón por diversos lugares del mundo.
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Nadie imagianría a simple vista a transformación que se opera en él cuando se halla en un escenario. La alegría enciende su mirada como si estuviera en trance, sus manos repiquetean sobre el cajón marcando el compás con una seguridad impresionante, haciendo vibrar su instrumento como si fuera una prolongación de su cuerpo.
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Con un ligero toque de nostalgia en los ojos, de hablar pausado, relata un acopio de recuerdos.
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Mi pueblo, San Luis de Cañete, es un pueblito viejo, pequeño. Allí nacieron Héctor Chumpitaz, José María Lavalle y Adelfo Magallanes. Yo nací el 23 de octubre de 1934. Crecí en un hogar humilde con mis siete hermanos, José Luis, Ronaldo, Orlando, Enrique, Elia, Gilda y Rori.
De niños éramos felices. Si bien éramos pobres y no teníamos padre, todos los hermanos éramos muy unidos. Trabajábamos en las vacaciones de colegio sembrando arroz, abonando las plantas, pañando algodón, desgrananado.
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Como mi madre trabajaba demasiado tuve que dejar el colegio. Creo que llegué arañando hasta la primera clase de sexto de primaria. Allí ya enseñaban quebrados mixtos y homogéneos; a mí me gustaban mucho los números y era bueno. En ese entonces, yo mismo me dije “con lo que sé ya no me va a engañar nadie”. Yo me pegaba mucho a mi madre porque mi padre había muerto cuando tenía siete años. A mí me gustaba el trabajo y la acompañaba al campo para ayudarla. Íbamos a las haciendas Montalbán, Arona y Casablanca.
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Cuando mi mamá regresaba del campo cosía hasta tarde. Los días de fiesta preparaba anticuchos y picarones. Ella y mi abuela tenían muy buena mano para cocinar. Hacían dulces y manjares. Por eso, más adelante, entro a trabajar como cocinera a la hacienda donde Manuel Barnechea. Él tenía un caballo negrito azabache. Yo nunca he visto un animal más lindo. Se llamaba “Cañete” y, cuando mi padrino le decía “cuenta hasta diez”, movía la patita diez veces. Hasta que un día vino Conchita Cintrón, se enamoró del caballo y don Manuel se lo regaló. Todos lloramos cuando lo embarcaron en Cerro Azul.
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Cuando trabajaba en las haciendas sembrábamos el arroz cantando, porque teníamos la idea que el tiempo así se pasaba más rápido. Entrábamos a las siete y media de la mañana y terminábamos hacia las cuatro o cinco, cuando pasaba el avión del correo. Ese era el reloj, con eso nos guiábamos. Para ir a la hacienda nos transportábamos en burro, o bien a pie o a veces en un camión que contrataban para llevar el abono. Pero esto se daba muy rara vez pues, generalmente, íbamos caminando y tardábamos una hora y media, según la hacienda.
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En esos tiempos no había mucha maquinaria. Por ejemplo, desgranábamos utilizando una coronta porque con la mano te saca ampolla. La vida es linda en la chacra. Comíamos bien, se vivía bien. Cuando se sembraba arroz en las haciendas salíamos de caza porque venían unos patos silvestres que eran riquísimos. A veces, cuando entrábamos, nos llevábamos hasta los patitos chicos y los huevos cuando encontrábamos un nido. La verdad es que cuando no había plata comíamos mejor, porque entonces matábamos una gallina o un pato. También cazábamos cuculíes. Sujetábamos una canasta con un palito, debajo le poníamos comida y cuando venía ¡zas!, le jalábamos el palito. En el campo, en el fondo, el que se muere de hambre es porque quiere, todo es cuestión de ingeniárselas.
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Caitro Soto de la Colina
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Editor General: Bernardo Roca Rey Miró Quesada
Editor: Gabriel Valle Mansilla
Investigación: Claudia Balarín Benavides
Fotos: Eduardo López Velarde
- De Cajón. Caitro Soto. Carlos Soto de la Colina. Editorial El Comercio. 1995
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